El español se presentará en Hermosillo
el 20 de octubre
Es uno de los cantantes más
polémicos e irónicos de la lengua hispana.
Su mejor canción fue la última
que escribió, siempre la última, tal vez, por eso jamás ha podido responder
cuál fue, y menos, si alguna vez la escribió, muy a pesar de que compuso una
que se llamaba "La canción más hermosa del mundo". Tampoco sabe ya si
la mujer de aquella noche en "el zaguán donde te desnudé sin quitarte la
ropa" lo dejó por otro o quiso volver a verlo, pues Joaquín Sabina siempre
estuvo y anduvo por la Calle Melancolía, y desde allí las verdades, los sueños
y los deseos se le refundían. "Porque la verdad es que no tengo suficiente
imaginación, es tan poca que necesito mirar y conocer y besar y beber y saber
para poder escribir. No sé inventar, con lo que me gustaría. Pero tampoco es
que haya estado con tantas mujeres y haya vivido tantos momentos maravillosos,
las canciones de amor hablan de lo que me pasó y se acabó o de lo que me
gustaría que me pasara".
Tal vez le hizo falta decir que
fueron su castrada imaginación y sus excesivas depresiones las que lo llevaron,
siendo algo más que un adolescente, a escribir poemas. Eso fue por allá a
comienzos de los años 60, cuando lo que le importaba era ir contra Francisco
Franco y todo lo que oliera y sonara a él. Desnudo o en jeans gastados, silente
o gritón, siempre iba contra Franco. Ya se le conocía por su inacabable
cigarrillo prendido a la boca, su voz de madera y algunas ironías, pero ante
todo, la gente de su pueblo, Ubeda, sabía de él porque Joaquín Ramón Martínez
Sabina era uno de aquellos imprescindibles partícipes de los mitines
revolucionarios de la época.
Después estudió filología romana,
y más tarde, por fin, se atrevió a cantar, pero nunca se cansó de protestar, de
luchar. En su pueblo aún hay quienes recuerdan que en el verano de 1970, su
padre, comisario de la Policía de Jaén, recibió de un juez la orden perentoria
de arrestarlo por haber participado en los distintos disturbios que generó
"El proceso de Burgos" del régimen franquista contra 16 miembros de
la Eta, a quienes jueces militares quisieron sentenciar a la pena de muerte. El
muchacho se enteró, y huyó a Inglaterra. Allá supo que los revoltosos etarras
habían sido indultados, gracias a las miles de campañas que en el mundo entero
se organizaron para pedir clemencia.
Como Sabina no tenía pasaporte,
un amigo le prestó el de él. Entonces comenzó a llamarse Mariano Zugasti. Como
Zugasti montó obras de teatro que en España eran prohibidas, La Excepción de la
Regla, de Bertold Brecht, y Cepillo de Dientes, de Jorge Díaz, y como Zugasti,
una noche se presentó en el bar Mexicano-Tavernas, donde cerca de las 12 se
apareció George Harrison para celebrar su cumpleaños. Cuando Sabina terminó su
canción, Harrison le dio un billete de cinco libras. Una pequeña propina, dijo.
Durante muchos años, el andaluz
contó que lo había guardado como una reliquia. Sin embargo, en sus momentos de
borracheras gritaba que aquel billete se lo había gastado en alcohol y mujeres.
Jamás se supo lo que había ocurrido con el billete, y la historia pasó a ser
una más de las historias de Joaquín Sabina, mitad mito, mitad realidad. Cuando
falleció Francisco Franco Bahamontes, regresó a Madrid. No obstante, la
libertad que imaginó se le empezó a escapar apenas cruzó los Pirineos, pues le
informaron que debía cumplir con su servicio militar obligatorio.
A Sabina no se le ocurrió una
mejor idea que casarse con una argentina, Lucía, a quien había conocido durante
el exilio. Firmados los papeles, le dieron los permisos legales para dormir por
fuera del cuartel, situado en Mallorca. Acababa de cumplir los 28 años, y
estaba a punto de celebrar la edición de su primer disco, Inventario. Unos
meses más tarde, con el disco bajo el brazo, logró que el café la Mandrágora le
hiciera un contrato para cantar allí. Sus noches sobre el escenario, junto a
Javier Krahe y Alberto Pérez, pronto se volvieron una especia de culto para los
intelectuales madrileños.
Pasados dos años, Sabina ya no
era más el antiguo Sabina cantautor. Sonaba medio a rock, medio a pop, y sobre
todo a él. Grabó Malas Compañías, y pintó ahí a una Madrid "Donde el deseo
viaja en ascensores", y donde "a los niños les da por perseguir el
mar dentro de un vaso de ginebra". "Pongamos que hablo de
Madrid" fue el himno no oficial de la gente como él que lo seguía a él.
Seguía viviendo en su misma calle
de toda la vida, aunque se hubiera mudado en tres o cuatro oportunidades.
"Vivo en el número siete, Calle Melancolía, quiero mudarme hace años al
barrio de la alegría, pero siempre que lo intento ha salido ya el
tranvía". Tal vez sabina presagiaba con aquella canción la depresión en la
que se sumiría veintitantos años después, y de la que casi no puede salir. “He
meado en peores tapias, pero lo de la depresión es una democracia: agarra a las
viudas menopaúsicas y aburridas y también a los cantantes crepusculares como
yo. Nunca pensé que me pasaría, pero me pasó. Ya estoy curado, no se lo deseo a
nadie".
Por: Fernando Araújo Vélez de
elespectador.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario