Llegaba la mejor época del año para mí en esos tiempos, ese periodo de vacaciones de dos meses en la casa del abuelo significaba muchas cosas, la principal, la de alejarme del bullicio de la ciudad y del siempre complicado entorno familiar.
A finales de los ochenta y principios de los noventa el tomar aquella carretera siempre rodeada de frondosos, extremadamente verdes y grandes árboles, e ir con la cara pegada al vidrio del autobús disfrutando del paisaje, era un alivio y llegaba una calma a mi interior como pocas veces lo podía hacer, mirar desde lo lejos aquel campanario de la iglesia que anunciaba, después de tres horas de trayecto, que habíamos llegado.
Bajarse del autobús en medio de la nada y sentir de inmediato el calor tropical de la Tierra Caliente, percibir desde la entrada del pueblo toda esa mezcla de olores de la naturaleza, la hierba húmeda y sobre todo el de la leña y las tortillas recién hechas.
Es bien sabido que las labores del campo sueles ser pesadas y tuve la oportunidad de comprobarlo desde chico, los abuelos vivían solos y cada que alguno de nosotros llegaba con ellos, se transformaba de inmediato en un par de manos extras para realizar las faenas de la casa, alimentar a los animales, ahí al principio había más diversidad, conforme la edad se iba manifestando en ellos fueron disminuyendo; así, desde vacas, cerdos, gallinas, conejos y un desfile de perros que siempre había ahí, eran parte de la familia habitual, además, de un terreno contiguo que era donde se hacía la siembra, al principio de maíz, para después convertirse en un huerto, principalmente de cítricos.
Allí había unos viejos y grandes árboles de 10 o 15 metros de altura a un costado del arroyo que corría contiguo al huerto y me convertí en un experto en trepar hasta lo más alto a cortar sus preciados frutos, mi favorito era el de guayaba, pues la corteza de ese árbol se desprende y sus ramas quedaban limpias y facilitaban su escalada, aunque el de mango y aguacate también los podía conquistar, ahora que lo pienso al andar a tal altura, cualquier mal paso hubiera derivado en una tragedia, pero era muy hábil y eso nunca pasó.
También pude comprobar porqué a los cerdos se les llama así, era la parte que menos disfrutaba hacer, el alimentarlos y sobre todo asear sus cuchitriles, todo ahí apestaba, y definitivamente era lo peor que me podía pasar ahí, prefería cavar zanjas, limpiar maleza, levantar cercos o bardas, que hacer eso, aunque fueran labores más pesadas.
Fuera de eso, era un lugar en perpetua calma, un rincón escondido donde todos se conocían, no había pleitos, ni algarabía, por lo menos en esa época del año en que yo llegaba de visita, los recuerdos van siempre enfocados en la contemplación del paisaje y de las caminatas vespertinas por las lomas, por aquella larga vereda que nos llevaba al río o al otro extremo del pueblo llegar a la poza, aquello que se pudiera considerar para nosotros un verdadero parque acuático, donde el tiempo se detenía y la diversión nunca terminaba.
En esa parte estratégica del rio había sido edificado un muro que permitía que el agua elevara su nivel y se formaba un espacio para nadar muy apetecible para aquellos tritones como yo que gustaban de las profundidades; el caudal era de unos 10 metros de ancho y ahí la profundidad podía llegar a los 3 o 5 metros, espacio perfecto para lanzarse de cabeza desde cualquier piedra o rama cercana, haciendo piruetas en el aire y caer al agua, nadar hasta el fondo y bucear buscando algún tesoro perdido o de menos alguna piedra con colores caprichosos que abundaban por esa parte del suroeste mexicano.
La parte culinaria hasta la fecha la recuerdo y la saboreo como si hubiera sido ayer, la abuela salía muy temprano a hacer el Nixtamal y regresaba para hacer las tortillas en estufa de leña, la leche era bronca recién ordeñada, los huevos recién sacados del gallinero, los frijoles recién hechos, si se requería, se sacaba a los animales de las jaulas para sacrificarlos, aprendí a degollar gallinas y a quitarle la piel completa a los conejos, nunca faltaba quien a la hora de sentarse a la mesa prefería no comerlos, pues les quedaba muy fresco en la memoria a esos animalitos retorciéndose en sus últimos suspiros.
La fruta abundaba y en gran variedad, dentro de la casa, en el patio podías tomar directo de los árboles mandarinas, limones reales, toronjas, naranjas, papayas, plátanos y granadas, y de manera silvestre, en los cerros cercanos encontrabas matorrales de nanches, una fruta agridulce color amarilla, pequeña, del tamaño de una ciruela, eran hallazgos muy valiosos.
Pero había un lugar donde toda la familia se congregaba y pasaba horas de chacoteo y buena comparsa y era la alberca de la casa; sencilla, sin lujos y muchas veces con el agua enturbiada; ahí fue donde todos los primos aprendimos a nadar y donde residía el principal interés de querer estar ahí cada año, se oye algo con poco tacto, pero para un niño de 8 o 10 años ese era sin duda el mayor atractivo, la joya de la corona de esas vacaciones.
Al ser un experto nadador y al ser el mayor de todos lo primos y hermanos, se convertían en blancos fáciles de mis constantes bromas y travesuras, aquí tengo que reconocer que siempre fui muy inquieto, muchas veces hiperactivo y siempre estaba buscando la forma de molestar al resto de los niños y hacer sentir que ahí el que mandaba era yo, era mi territorio, lo tenía que dejar bien claro y me empeñaba en que quedara bien entendido.
Mi parte favorita era cuando me alejaba al otro extremo de la alberca y de las escaleras, que era donde siempre estaban los más chicos que no sabían nadar o que aún el agua los cubría por completo, mientras ellos se ocupaban de sus propios asuntos y se olvidaban de mí por unos minutos, me zambullía silenciosamente y nadaba pegado al fondo como si fuera un hambriento lagarto acechando a su presa, o al estilo del rey de los mares, el gran tiburón blanco, que paciente se acerca sigilosamente, para, finalmente, aparecer intempestivamente por debajo de ellos y jalarlos de los pies para hundirlos.
Para mí eso era hilarante a más no poder, aunque siento que el resto no compartía mi sentir, supongo que el estarse ahogando y tragando agua no les hacía tanta gracia como a mí, pero eso no me importaba, pues desaparecía por debajo del agua, para repetirlo unos minutos más adelante, seguramente con otro objetivo, porque eso sí, no dejaba a nadie sentido y agarraba parejo.
Las quejas eran sonoras y desesperadas y todo terminaba cuando a lo lejos, desde aquel taller donde el abuelo pasaba las tardes reparando o trabajando en cualquier cosa, se oía aquella típica frase que salía de aquella voz firme y potente de Don Victor y que significaba el final de aquellas travesías submarinas: ¡Victor, salte de la alberca, ven para acá!
¡Guau! Acabas de hacer que recordará tantas cosas y vivencias que pasamos en esa casa y que decir en la huerta, el que si se calló de un árbol fue Daniel y hasta se espino. Solo me queda decirte que aún sigue la esencia de los abuelos.
ResponderEliminarQue buenos y adorables tiempos aquellos.
Esa casa se llenaba de olores, sabores, alabanzas pero sobre todo de risas que se mecian en en unos hilos rojinegros, no podía faltar el famoso "mocosos rancios", la hoja para amargar la sangre, además de todas las babosadas de Daniel que iban desde sentarse en los hormigueros hasta caerse de los árboles, viejos tiempos que no volverán, pero que se quedan impregnados en la memoria de todos los que ahí estuvimos, lo teníamos todo...
ResponderEliminarWow... Sin palabras!!! Muy bonitos recuerdos, esos que permanecerán en la memoria de todos los que tuvimos el privilegio de estar y coincidir.
ResponderEliminarNo sabes lo que mi corazón sintió al leer cada palabra y recordar a los que ya no están, pero estarán para siempre.
Gracias por escribir de ese lugar tan mágico que, sin lujos, disfrutábamos tanto y esperábamos con ansias volver...
solo una sonrisa...
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